miércoles, 7 de octubre de 2009
Por los bigotes del gato
En las riberas del río
Por Medardo Arias Satizábal
La primera vez que escuché el nombre de Hernando Tejada fue en la redacción del diario Occidente de la calle 12; Raúl Echavarría Barrientos era el subdirector y me solicitó entrevistar al artista, no si antes ilustrarme un poco acerca de su personalidad; "es genial", me dijo, "además, le gusta comer flores…"
Al parecer, Tejadita cometía la excentricidad de comer astromelias y rosas en los cocteles, para después pasarlas con whisky. Esto de paladear pétalos, aderezarlos con miel y pimienta, y ponerlos sobre codornices, es costumbre muy normal en México. Pero si alguien come flores en un coctel en Cali, seguramente la noticia adquiere visos de excentricidad, me dije.
Hacía rato, Tejadita había sorprendido ya al país con unas ingeniosas esculturas de mujeres, en madera, muy funcionales además, porque eran espejos, sillas para el teléfono, mesas de comedor, lámparas; le propuse que hiciera a "Xiomara, la mujer cuchara", o a "Josefina, la mujer cortina", pero me dijo que esta serie estaba ya terminada. Desde el exterior, inclusive, le habían solicitado que hiciera otra "Rosario, la mujer armario" , y "Estefanía, la mujer telefonía", ya hacía parte de la iconografía caleña. Quizá las femenistas estaban furiosas con esta representación de "la mujer-objeto", pero el arte tiene siempre esa capacidad de romper esquemas, de agradar o causar rechazo.
Luego, al pasar el tiempo, fuímos visitantes devotos, cada sábado, de "El consulado del Pacífico", un restaurantito de El Peñón donde el Maestro acudía puntualmente a paladear sancocho de pescado. Estaba siempre en la misma mesa, solo, debajo de una red con crustáceos disecados. Iba hasta ahí, después de cruzar el río, desde su taller; el lugar seguramente le hacía recordar sus años de juventud, cuando conoció esta comida bendita, en sus errancias por Tumaco y Bocagrande. Maritza Uribe de Urdinola tuvo una casa en Bocagrande, frente a la playa, e invitó en varias ocasiones a Tejadita, quien guardó para siempre esa visión de los manglares, de las casas de cangrejillos debajo de la palmeras, de los trozos de madera que trae el mar hasta la arena.
Cuando fuí a entrevistarlo, por última vez, a propósito de sus "Manglares", una muestra que también se exhibió en Bogotá, me enseñó los bocetos de aquella época, trazos magistrales en tinta, donde iba congelando, como un retratista, ese tiempo irrepetible de esta playa en el Pacífico. Parte de la Bocagrande que Tejadita conoció se la llevó el terremoto-maremoto de 1979. Con la exposición, quiso enviar un mensaje, no suficientemente entendido, acerca del riesgo de perder este ecosistema, el manglar, uno de los más ricos y diversos del mundo; tiempo después, Sabina Borja y Stellita Domínguez querían organizar el Primer Festival de Jazz de Cali, y me pidieron hacer parte del comité. Les presenté a Tejadita, quien aceptó donar el afiche del programa; no podía resistir nada que viniera de mujeres jóvenes y bonitas. Hacía cualquier cosa por ellas.
Partida de nacimiento del Gato del Rio
Una noche de julio de 1995, hicimos una ronda de conversación en un coctel de La Tertulia, con Hernando Tejada, Germán Patiño, entonces Secretario de Cultura, y Alejandro Valencia, el escultor sobrino del Maestro.
Siempre sentí fascinación por los gatos de Tejadita, aunque no tengo ningún rango de comunicación con los gatos; siempre me han parecido animales demasiado ladinos, excesivamente inteligentes para ser considerados "felinos domésticos"; su origen cortesano ha sido radicado en las catacumbas del antiguo Egipto; los romanos lo adoraron tanto que aun hoy lo tienen como animal de culto, suelto por las ruinas del imperio. Muchos italianos salen en las mañanas a dejarles raciones de leche y galletas sobre las piedras destrozadas del Coliseo.
En una breve visita a Madrid, había quedado impactado por lo que significó la exposición al aire libre de las esculturas de Botero, particularmente de la que fue ubicada frente a la fuente de Cibeles, camino de la Puerta de Alcalá. Pude ver la fascinacion de la gente con las esculturas; los niños querían galopar sobre ellas, y los enamorados pedían a cualquier viandante "una foto por favor", junto a los pezones bíblicos de estas mujeres salidas del caletre de Botero.
Los gatos de Tejadita, a diferencia de los reales, tienen sí esa domesticidad que los hace cómplices, incapaces de engullir un canario; los he encontrado en muchos lugares de Cali, escondidos entre materas en las ventanas, viendo llover desde los rincones de espacios en penumbra, o testigos de convites, entre el cilantro de las cocinas de San Antonio. Recientemente quise comprar uno, de imitación, en una tienda de artesanías de la avenida Sexta, pero le faltaban los bigotes. El artesano me explicó que se le había agotado el "alambre dulce", de color ambarino, que se usa para darle el toque final a estas figuras de ojos deslumbrantes como lámparas de aceite.
El cuento es que, inspirado por los recuerdos boterianos de Madrid, le dije a Tejadita: "De la misma manera que usted hace un gato pequeño, puede hacer uno grande, en bronce, y ponerlo al lado del río…" y recordé un poco el paseo por Cibeles. Con la mano en la barbilla, el Maestro dijo: "¿Por qué no? Eso cuesta mucho, agregó no obstante, con timidez, aunque sé vaciar en bronce. Quizá habría que ir a Bogotá..."
- "Eso es lo de menos", puntualizó Alejandro; lo importante es el concepto, la idea del gato, y ya después, algunos obreros, con supervisión, claro, pueden ayudarte a trabajar en eso…"
Germán Patiño expresó al punto: "Si usted se le mide a ese proyecto, Maestro, cuente con mis respaldo; no se preocupe por el costo, los recursos se consíguen. Apoyo cien por ciento esta idea…".
La noche culminó con apuntes acerca de la manera como trabaja Botero en su taller de Pietrasanta, en Italia, y el grupo de obreros que le colaboran ahí, hasta sacar al mundo estas deslumbrantes esculturas.
Lo que inicialmente pareció una "botada de corriente" en un coctel, se convirtio en brevísimo tiempo en una realidad, pero tampoco estaba sorprendido, conocedor del "decir" y el "hacer" de Germán Patiño, intelectual absolutamente atípico en el círculo político de la ciudad. No podía creer, sí, en el impacto de belleza de aquel gato gordo junto al río, a pleno día. Debí reconocer que era "'Pop" y poético al tiempo, pues, enemistados como están los gatos con el agua, desde sus orígenes, tener en Cali un "gato de río", era una feliz contradicción, metáfora al tiempo, escapada del reino de la poesía.
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1 comentario:
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