Por estos días y hasta marzo, cuando los norteamericanos se preparan para recibir la primavera, las calles se convierten en un museo itinerante en el que caen de bruces árboles de navidad, viejos tocadiscos del tiempo de la depresión, radios descomunales que parecen transmitir aún la caída de Varsovia, televisores gigantescos parados sobre sus cuatro patas de cedro y, por supuesto, sillas, que invitan a sentarse antes de ir a parar al basurero.
Cuando recién llegué a Estados Unidos, hace más de 12 años, tuve un vecino polaco que se enteró de mi afición a los radios viejos –conservo intacto el RCA Víctor de mi abuela- y me ofreció muy comedido, una gigantesca radiola que conserva aún en su interior estuches para guardar agujas y paños originales para quitarle el polvo a los discos. Me comentó que en aquel aparato cuya tela frontal zumba como un tambor, pues toda ella cubre un bafle, escuchó “la rendición japonesa”, una noticia que declaró día de fiesta en todos los Estados Unidos. El traslado a mi casa de esta joya que me permite con su tapa abierta todo un viaje al pasado, y que deja girar en el invierno discos de vinilo con la voz de Paul Robertson o Carmen Mc Rae, fue un proceso que requirió plataforma de rodachines. Hoy, por simpatía hacia el momento más difícil del Emperador Hirohito, he puesto una bandera del sol naciente sobre la tela que cubre el bafle.
Nadie sabe por qué alguien desecha una silla y la pone afuera. La misma pregunta se hizo Botero hace muchos años en Nueva York, en los días de la paciencia, cuando llevó a su casa una que esperaba al camión de la basura. Ha dicho en múltiples ocasiones que es la preferida de su estudio, y va con él por el mundo, como un fetiche. Está cubierta hoy con capas superpuestas de óleos, y representa en sí misma toda la refriega cromática que debe enfrentar un pintor en el momento de la creación.
Uno siempre recibe lo que necesita en el momento justo. No teníamos comedor, pero una colega de mi esposa en la universidad, vino a decir que la iglesia Episcopal vecina acababa de poner en la calle un comedor de seis puestos, que se trataba de sillas de muy buena madera, que si acaso lo queríamos. Dije que por supuesto. Ella gentilmente lo trajo en su camioneta y me dedique en el jardín a limpiar aquellos nuevos muebles que exhiben en sus cabeceras cálices tallados. Frutos de la vid y del trabajo del hombre.
Ninguna silla, sin embargo, me ha hecho estremecer, como la que encontré una mañana en la Universidad de Caldas. Yo era reportero de EL PAIS y cada lunes tomaba una avionetica que me dejaba en el aeropuerto de La Nubia en Manizales; desde ahí, me desperdigaba por los pueblos, entrevistando alcaldes, artesanos, poetas, sacerdotes.
El rector de la Universidad de Caldas me esperaba ya y tomé una silla frente a su escritorio. La entrevista transcurría de manera más o menos normal, pero notaba en él un sobresalto, mientras la silla crujía, como si se quejara bajo mi peso. De pronto, el rector detuvo la entrevista y me dijo: “Qué pena, he debido decírselo cuando llegó…pero, la silla en la que está sentado la tengo aquí sólo de exhibición, es una reliquia histórica…en ella José Eustasio Rivera escribió La Vorágine…”.
Antes de trasladarme a otra silla, esa sí normal y doméstica, sentí un rumor de hojas cayendo desde lo más profundo de las selvas colombianas, y un parloteo de guacamayas, unido al coro de loros verdes, planeó sobre los ríos profundos de la imaginación, sobre esos deltas a los que pocas veces baja la neblina, para repetir en la memoria: “Antes de que me apasionara por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia…”