Castillo de proa
Por Medardo Arias Satizábal
En el día de los panes ácimos y el sacrificio del Cordero Pascual, hace 1.973 años, ocurrió un hecho que dio pie a una revolución más significativa que la liderada hoy por Bill Gates, el presidente de Microsoft: un galileo de estatura media, ojos claros, cabello largo, 33 años, ningun romance conocido, le dijo a un hombre que llevaba un cántaro de agua, que avanzara hasta encontrar una casa donde debían disponer mesa para una cena; él iría ahí más tarde para reunirse, por última vez, con doce amigos, camaradas encontrados en el áspero y honesto mundo de los pescadores del Mar de Tiberíades, gente sencilla a la que terminó por dotar de una especial sabiduría y don de gentes.
Lo que estaba en la cabeza de Jesús, que así se llamaba este hombre nacido cerca de Cafarnaum, era su entrega. Sabía que iba a morir con manos y pies martillados en dos maderos atravesados, como morían entonces los malhechores. Quería, simbólicamente, antes del martirio en el Monte de la Calavera, hacer un sacrificio en vida y distribuir su cuerpo y su sangre a los doce colegas, representantes ahí de la condición humana. Mayor acto de amor no se conoce; les ofreció su cuerpo, en forma de pan, y también su sangre, en forma de vino.
Así que cuando los soldados vinieron por él, ya hacía mucho rato había entregado su cuerpo y su espiritu, el mismo que encomendó a Dios, su padre, con la expresión "!eloí!", al expirar.
Sus momentos de reflexión en un huerto de olivos, fueron los de un desvelado, alguien que no obstante el cansancio, veló el sueño de sus discípulos, Santiago entre ellos. Pedro, uno de sus más cercanos, se echó a llorar cuando comprobó que efectivamente, antes de que el gallo cantara dos veces, había negado tres, a su buen amigo. "No conozco a ese hombre", dijo, cuando intentaron prenderlo por ser uno de los que andaba predicando esa extraña doctrina de la fraternidad y la compasión, y además cometía la herejía de afirmar que aquel era "el rey de los judíos".
El descubrimiento de un manuscrito segun el cual Judas jamás traicionó, y por el contrario obedeció a Jesús cuando pidió que lo vendiera, viene a decirnos, equívocamente, que el Galileo era una especie de dramaturgo que deseaba llevar hasta el final una obra de teatro basada en su propio libreto; es decir, el gallo no cantó al azar en esa madrugada que antecedió a su muerte, sino que él cuidó de dejar en el vecindario a un gallo bien afinado que cantara en la hora justa, para que Pedro sintiera el escarnio de la deslealtad. Ni más, ni menos; o el hombre del cántaro no encontró la casa de la cena postrera, sino que siguió una ruta preestablecida.
Algo quiere decirnos este intento de "limpiar" la imagen de Iscariote casi dos mil años después, y no es gratuito que la aparición de estos manuscritos y la revelación de la "puesta en escena" de los últimos días de Jesús, se haya dado precísamente en vísperas de la Semana Santa. ¿A quién favorece? Aquí en Estados Unidos, se opina que el suceso viene a cambiar la imagen de los judíos como autores intelectuales de la muerte de Cristo, y puede contribuir a menguar el antisemitismo. La verdad es que Jesús no era distinto, étnicamente, a sus enemigos, y aunque concebido por obra y gracia del Espiritu Santo, el censo romano lo clasificó como descendiente de la raza de Abraham, Jacob e Isaac, o sea, parte del Pueblo Elegido.
Esta discusión, sin duda, ocupará por un buen tiempo a los teólogos.
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Por Medardo Arias Satizábal
En el día de los panes ácimos y el sacrificio del Cordero Pascual, hace 1.973 años, ocurrió un hecho que dio pie a una revolución más significativa que la liderada hoy por Bill Gates, el presidente de Microsoft: un galileo de estatura media, ojos claros, cabello largo, 33 años, ningun romance conocido, le dijo a un hombre que llevaba un cántaro de agua, que avanzara hasta encontrar una casa donde debían disponer mesa para una cena; él iría ahí más tarde para reunirse, por última vez, con doce amigos, camaradas encontrados en el áspero y honesto mundo de los pescadores del Mar de Tiberíades, gente sencilla a la que terminó por dotar de una especial sabiduría y don de gentes.
Lo que estaba en la cabeza de Jesús, que así se llamaba este hombre nacido cerca de Cafarnaum, era su entrega. Sabía que iba a morir con manos y pies martillados en dos maderos atravesados, como morían entonces los malhechores. Quería, simbólicamente, antes del martirio en el Monte de la Calavera, hacer un sacrificio en vida y distribuir su cuerpo y su sangre a los doce colegas, representantes ahí de la condición humana. Mayor acto de amor no se conoce; les ofreció su cuerpo, en forma de pan, y también su sangre, en forma de vino.
Así que cuando los soldados vinieron por él, ya hacía mucho rato había entregado su cuerpo y su espiritu, el mismo que encomendó a Dios, su padre, con la expresión "!eloí!", al expirar.
Sus momentos de reflexión en un huerto de olivos, fueron los de un desvelado, alguien que no obstante el cansancio, veló el sueño de sus discípulos, Santiago entre ellos. Pedro, uno de sus más cercanos, se echó a llorar cuando comprobó que efectivamente, antes de que el gallo cantara dos veces, había negado tres, a su buen amigo. "No conozco a ese hombre", dijo, cuando intentaron prenderlo por ser uno de los que andaba predicando esa extraña doctrina de la fraternidad y la compasión, y además cometía la herejía de afirmar que aquel era "el rey de los judíos".
El descubrimiento de un manuscrito segun el cual Judas jamás traicionó, y por el contrario obedeció a Jesús cuando pidió que lo vendiera, viene a decirnos, equívocamente, que el Galileo era una especie de dramaturgo que deseaba llevar hasta el final una obra de teatro basada en su propio libreto; es decir, el gallo no cantó al azar en esa madrugada que antecedió a su muerte, sino que él cuidó de dejar en el vecindario a un gallo bien afinado que cantara en la hora justa, para que Pedro sintiera el escarnio de la deslealtad. Ni más, ni menos; o el hombre del cántaro no encontró la casa de la cena postrera, sino que siguió una ruta preestablecida.
Algo quiere decirnos este intento de "limpiar" la imagen de Iscariote casi dos mil años después, y no es gratuito que la aparición de estos manuscritos y la revelación de la "puesta en escena" de los últimos días de Jesús, se haya dado precísamente en vísperas de la Semana Santa. ¿A quién favorece? Aquí en Estados Unidos, se opina que el suceso viene a cambiar la imagen de los judíos como autores intelectuales de la muerte de Cristo, y puede contribuir a menguar el antisemitismo. La verdad es que Jesús no era distinto, étnicamente, a sus enemigos, y aunque concebido por obra y gracia del Espiritu Santo, el censo romano lo clasificó como descendiente de la raza de Abraham, Jacob e Isaac, o sea, parte del Pueblo Elegido.
Esta discusión, sin duda, ocupará por un buen tiempo a los teólogos.
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