Castillo de proa
Por Medardo Arias Satizábal
Arriba, en la montaña, entre la madera de troncos recién cortados y la niebla que baja en las tardes, los lagos parecen tazas de agua congelada en los que saltan las truchas. Parece que posaran para la portada de una revista; toman impulso desde abajo y hacen cabriolas con el arco iris en su piel.
El agua baja límpida por las piedras del río y más arriba pastan vacas solitarias junto a los abismos. Veo correr un rebaño de ovejas y un campesino de falda azul y sombrero de fieltro que las aúpa con un bastoncito.
Después de recoger las varas y doce truchas, observo desde la ventanilla las diversas gamas de verde que Dios puso en esta tierra bendita; ahí, el musgoso, como una cuna en la tierra, y más allá el que sube hacia “La Campana”, como tejido en crochet con hilos gruesos, dispersos.
Briosos caballos llevan en sus cuadriles cantinas de leche y a través de toda la ruta se ven mujeres de mejillas con el color del durazno junto a mesas en las que ofrecen miel purísima.
A las tres de la tarde, el cielo parece martillado en plata; gira el viento y los azules que traen garzas peregrinas, hieren la vista. Es preciso ahora recoger todo este aire en los pulmones, estos perfumes de albahaca, orégano, manzanos en flor, viejos perales de troncos rugosos, aroma de fresas y granadillas.
Tengo la cabeza apoyada en las manos, sobre la tierra, y escucho cada nota en la música del río; las hay graves y oscuras, como si lamieran el vientre donde nacen las aguas, y otras pianísimas, cantarinas, las que giran en remolinos, hacen pilas serenas y luego se precipitan entre las rocas como si conocieran el secreto de pasión, para volver a ser hermanas del silencio.
Me detengo en “El pan de Gloria”, junto a la iglesia, donde las monjas suizas, belgas e italianas dejaron recetas divinas. Entre un verso y otro de Neruda, el panadero me explica que desafortunadamente el pan que se hornea hoy en las ciudades viene inflado por levaduras, maquillado con edulcorantes. Aquí todavía no han llegado las grandes batidoras, y el pan, como ayer, se amasa a mano, es “pan sobao”. Mantequilla, leche, huevos, harina y “aceite de codo”.
El resultado: un pan que sabe al que se probó en la infancia, con su fragancia original; “mucho mejor cuando se hornea en leña”, acota el panadero. Un pan genuino, de corteza porosa y masa mullida, suave, el pan de gloria, la receta de Sor Limbania.
Al atardecer, se sirven ahí tazones de chocolate con queso. Las muchachas llevan guantes, bufandas, y la noche llega con los pífanos de la cordillera, esa vieja tonada que celebra el paso del cóndor.
La mañana se anuncia con gorjeos en las ventanas y la fiesta de la luz; en los cajones del mercado relucen las cebollas, los tomates, las papas del páramo, los quesos frescos; en las esquinas se oye el pitorreo de los que alquilan caballos para veraneantes.
La matraca, como ayer, resuena entre la procesión y adelante los cirios se bambolean al compás lúgubre de los tambores. Entre la nube de incienso, pienso que de pronto voy a escuchar la voz de los gitanos desde las ventanas, con la elación dolorida de la saeta: “Cantar del pueblo andaluz/ que todas las primaveras/ anda pidiendo escaleras para subir a la cruz…/ cantar de la tierra mía/ que echa flores/ al Jesús de la agonía/ que es la fe de mis mayores…no quiero cantar/ ni quiero/ a este Jesús del madero/ sino al que anduvo en la mar…”
Pero el espejismo dura poco; no estoy en Sevilla, España, ni aspiro el aire de las montañas suizas. Estoy en Silvia, Cauca, a punto de cumplir 56 años, y creo que soy feliz.